A MI AMIGO JOSÉ CARLOS PEREZ RUIZ (POLLERO)
Acabáis de escuchar de unos labios neófitos en Semana Santa, pero versados en sentimientos, las vivencias de un cofrade que vive y sueña por su ciudad. Este personal itinerario que habéis escuchado, lo conocen perfectamente tanto mi familia, como mi buen amigo José Carlos, que siempre me acompañó con su mujer e hijas, a recorrer cada año las calles nerviosas de una ciudad en primavera.
A él, Pollero, como le conocen en el mundo de las Cofradías, le debo muchos momentos vividos debajo de algunos pasos. ¿Te acuerdas? las chicotás debajo del Cristo de las Aguas por la calle Gerona cuando salía de los Terceros; esas mudás al compás de “Bartolo que te coge el toro”; Esa chicotá interminable que me dejaste en los Panaderos de vuelta por Campana, mientras me decías: Mete la mano pa dentro, chiquillo, que se te ve la camisa y los gemelos. ¿Te acuerdas?
Y ese recorrido de vuelta con el cinco Llagas, cuando caían los kilos como si los regalaran, y algunos los regalaban, mientras decíamos: Ya no venimos más, y al año siguiente, como dos clavos, volvíamos a la primera igualá. Y esa esquinita de lujo en San Julián, el Fali en el zanco, tú fijando al Fali, yo detrás en el costero, y el Francis fijándome a mí. Cualquiera hundía esa esquinita, ¿Te acuerdas? Tú solías decir que la Magdalena no se bajaba ni en la Catedral para ir al servicio.
Cuántas cosas nos guardamos, cosas que nadie sabrá nunca, de lo que es ser costalero. Pero los años, los esfuerzos, como decimos los costaleros, los kilos pasan factura. Y este año, mi amigo Pollero, mi compañero de costal, porque nadie sabe tirarme como el, no lucirá en su cabeza el costal que tanto amor ha paseado. Tiene herida la espalda de tantas levantás por Sevilla. A él, con vuestra licencia, quisiera dedicarle los últimos versos de mi pregón.
“No sé cuántas primaveras
En noches de blanco incienso,
Habré sentido en mis venas
La sangre del costalero.
Ni sé cuántas emociones
Porque es difícil saberlo,
Sentía cuando mi mano
Se sujetaba al costero.
Tampoco sé cuántas veces
En mi adormecido cuello,
Golpes de trabajadera
Me hicieron volver del sueño.
Y no sé cuántas saetas
De martinetes flamencos
Se deslizaron temblando
Entre los respiraderos.
Pero sé que muchas cosas
De las que tú y yo sabemos
Tan sólo con la mirada
Las compartimos sufriendo.
Que recorrimos las calles
A golpes de sentimiento,
Que en tus labios y en los míos
Asomaba un Padrenuestro,
Vivimos malos momentos
Y también los hubo buenos,
Que estarán aquí guardados
Hasta que exista el recuerdo.
Y dices que estás cansado,
Que ya te duelen los huesos
Que las chicotás dejaron
Sus huellas sobre tu cuerpo,
Que aunque no te faltan fuerzas
Para seguir el sendero,
Es hora de que regreses
De veinte años de sueños.
Sevilla tuvo en sus manos
A un peón y de los buenos,
Que andando sobre los pies
Ya tiene ganado el cielo.
Y yo seguiré unos años,
No muchos más, compañero,
Porque la espalda se cansa
Y se nos cansan los sueños.
Este Domingo de Ramos
Yo sí te echaré de menos,
Cuando los sones de Hiniesta
Crucen los respiraderos.
Y en la madrugada eterna
Cuando eternos son los sueños,
La Virgen de las Angustias
Te mirará sonriendo,
Y el Cristo de los Gitanos
Tendrá una pena por dentro,
Porque sabe que este año
Le faltas tú, costalero.”
CACHORRO
La noche cae sobre la ciudad cuando el Cristo de la Expiración vuelve a la calle Castilla.
Cruza el puente manteniendo la muerte a raya. Toda la tarde ha estado muriendo por Sevilla, todos estos años se ha ido poco a poco muriendo por tantos y tantos sevillanos, que le eligieron para administrar sus devociones y sus esperanzas.
Mis recuerdos convergen a los pies del Cachorro, cuando todo está ya consumado. Justo antes de expirar exclama: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y muere.
“Y se muere hasta su río
Al contemplar su agonía,
Y ese último suspiro
Que de su boca salía.
Se mueren todas las flores
Que bajo sus pies nacían,
Y hasta se mueren de pena
Sus dorados guardabrisas.
Y muerta queda la tarde,
Y muerta queda la brisa,
Y mueren los penitentes
Que tras su paso caminan,
Al contemplar su figura,
Casi muerto, ya sin vida.
Viene Dios agonizando
Desde la calle Castilla,
Y todos los años llevo
El Viernes Santo tu espina,
Clavada en el corazón
Cuando abandonas la vida.
Pero al mirarte a los ojos
Todo se muere contigo,
Se muere el Sol en el cielo
Y su reflejo en el río,
Se muere toda Triana
Y su puente adormecido,
Se muere Dios verdadero
En la imagen de su Hijo,
Y hasta la misma Sevilla
Se muere por el Postigo.
Se mueren los saeteros
Que te cantan seguidillas,
Se muere como una madre
Esa mujer de mantilla,
Se muere de atardeceres
Por las calles de Sevilla,
La agonía ensangrentada
De tu rostro en las esquinas.
Todo está ya consumado,
Todo se encuentra perdido,
Qué triste se va la tarde
Del viernes Santo divino.
Y todo se va muriendo,
Y todo muere contigo,
Cuando agonizas Cachorro
Clavado en la Cruz, vencido.
Cuantas veces he “contemplao”
Desde mi infancia, muy niño,
Las carreras de mi abuelo
Que se marchaba al Postigo
Para verte como mueres
Antes de cruzar el río,
Y lanzarte sus plegarias
Por sus nietos y sus hijos.
Y su pasión me enseñaba
A quererte desde niño,
Y quiso Dios que mi abuelo
Agonizara contigo,
Y que en sus labios muriera
Tu nombre, y adormecido,
Por el cielo de Triana
Te lo llevaras contigo.
Todo se transforma en llanto
Cuando vas cruzando el río,
Qué pena que el viernes Santo
Todo se muera contigo.”
A LA ESPERANZA MACARENA
Sin dejar la Madrugá, sin dejar los palios, sin dejar las esperanzas, Sevilla nos tiene guardado también otro rumor de plata que desde el barrio de las huertas de Sevilla, de las murallas moras y romanas, de la única puerta que nos dejara los tiempos, y que aquí se le llama arco; nos llega un palio soberano, juan manuelino, camaronero, estrella de la mañana y luz en la noche del barrio macareno.
Cuando llega a la altura de los ojos del corazón, solo se puede guiar una lágrima por los surcos de la cara, de tantas huellas que el tiempo nos hiciera recordar; y entonar una plegaria casi siempre por los que no están a nuestro lado.
Tantas peticiones a la vez, tantos ojos reflejando su imagen en las retinas, tantas voces calladas que buscan en la madrugá la esperanza que anhela el que sufre, la esperanza que solo Ella nos regala.
Era una madrugá como otra cualquiera. El bullicio me indicaba que la Virgen de la Esperanza comenzaba a subir por la cuesta del Bacalao. Llevaba cuatro horas esperando.
Estaba deseando de ver a mi compadre Alberto, nazareno de la Virgen, para reñirle por el retraso tan grande que llevaba su Cofradía, que me había hecho perder media madrugá para ver un palio que no era especialmente de mi devoción. Yo soy más de Triana.
Sin embargo, cuando la candelería a la que no faltaba ni una luz encendida iluminó la calle, y los sones de Campanilleros llenaban las brumas que levantaba el inminente amanecer, me rendí ante sus ojos que me llamaban desde su paso.
“Y cuando llega tu palio
Me suena de otra manera,
Porque iluminas la noche
Con tu rostro, Macarena.
Porque se para la vida
Cuando tu llamador suena,
Porque se apartan las sombras
Al ver la luz de tus velas,
Porque tu manto recoge
La esperanza más eterna,
Porque tus lágrimas besan
La sonrisa y la tristeza,
Porque navegan sin rumbo
Innumerables saetas
Buscándote entre las luces
De innumerables estrellas.
Porque las flores suspiran
Por elevar tu belleza,
Porque los ángeles cantan
Y entre tus varales juegan,
Porque sueñan con mirarte
Entre las dos maniguetas
La Sevilla que te aclama
Y la Sevilla que reza.
Porque impones tu hermosura,
Porque sólo tú eres Reina,
Porque los siglos te hicieron
Cada mañana más bella,
Porque Sevilla lo quiso
Y lo quiso España entera.
Porque no hay mejor sonrisa
Ni habrá más amarga pena,
Que cuando vas por Sevilla
En tu paso, Macarena.”
LA MADRUGÁ
La noche envuelve a la ciudad y a sus calles, regalando incontables sensaciones que aparecen en la madrugada más recordada durante el resto del año.
Esas calles con las que compartimos vivencias y sentimientos cada día del año, y que es en esta noche cuando más se advierte su proximidad con las cosas del corazón.
Y es que Sevilla se nos descubre entre las brumas alejadas del invierno, para deshacerse en infinidad de ocasiones nacidas de la contemplación de nuestras cofradías en según que momentos y rincones inesperados.
Las calles sevillanas ofrecen su esperada teatralidad en una noche mágica, que nos recorre la espalda y nos eriza la piel, ayudados por un escenario furtivo, robado a los siglos de la tradición sevillana.
Cada Cofradía tiene su sitio incomparable de belleza, su espacio más romántico y sagrado desde que el barroco los dejó postrados en la memoria.
MI NIÑO
Cuando entro en San Julián, mis ojos se van a buscar un tramo de nazarenitos, que vistiendo el más azul de todos los colores, se disponen nerviosamente a acompañar a su Cristo por las calles anheladas de Sevilla.
Entre esos niños, uno que se distingue por su sonrisa picarona con varios dientes de menos, espera impaciente su cirio pegado a la puerta, sin dejar de mirar la espalda del Señor que lleva a sus pies la Magdalena.
Su risa se dilata cuando me ve, ya con el costal y faja ceñidos al cuerpo, y su beso acompañado del más tierno “ten cuidaito”, me acompañará durante toda la tarde, sabiendo que un nazarenito de color azul hiniesto, se embriagará de sevillanía, sintiéndose protagonista del día mas esperado del año, dispuesto a recorrer las calles de Sevilla.
“Que bien le sienta el esparto,
Que bien la cera o la vara,
Las sandalias, el antifaz
Y la sonrisa en la cara.
Mi niño va caminando
Detrás de su Cruz de Guía,
Estrenando entre sus manos
Cada Domingo de Ramos
Aromas de Cofradía.
Y yo me muero por dentro,
Al ver la gracia cofrade
Vestida de nazareno
De la mano de su madre.
Se estrena para Sevilla
Que lo acunará en sus calles,
Y le prestará de incienso
Las nubes para llevarle,
Y el son de mis zapatillas
Que se sienten en el aire,
Se alejarán en la noche
De mi relevo cofrade.
Mi niño tiene detrás
Cien caminos por andar
Vestido de nazareno.
Y yo tengo en mi costal
Cuando le veo pasar
Una chicotá de menos.”
SER COSTALERO
El crujir de la madera que suena a cruz desvencijada, el olor del incienso que se mete bajo los faldones, la luz entrecortada que se filtra por los relieves de la canastilla, el sonido del llamador que martillea el corazón y eriza la piel, el sabor del agua con su “mijita” de anís que nos deja esa dulzura en los labios, y el racheo al unísono de tantas y tantas almas iguales.
Y entre el dolor, el cansancio, los rezos y los ánimos de los que abajo trabajan, una de esas palabras de consuelo que sólo el costalero escucha, inaudible para la multitud entre el racheo de zapatillas cansadas, encontrará su destino. Y en ese mismo momento, ya no querrás ser otra cosa que costalero de Sevilla.
A MI FAMILIA
Adentrémonos por un momento en la intimidad de mi hogar de no hace tantos años. En un altillo, duermen su sueño anual dos túnicas nazarenas: la de mi hermano y la mía. Ha llegado el día tan esperado de bajar y abrir la maleta que las contiene. Mientras, mi hermano y yo esperamos impacientes la reconfortante visión de la ropa blanca y el terciopelo morado.
Mi madre, delicadamente, como si de un extraño rito se tratara, les devuelve su ansiada libertad. Un agradable olor, mezcla de cera enfriada y de alhucema prisionera se desparrama por la estancia, ante unos infantiles ojos que no dan crédito a sus pensamientos. Ya huele a Semana Santa.
Al probárnoslas, comienza entre mi madre y mi abuela un idioma incomprensible pero igual de esperado, de dobladillos, pespuntes, y de “pa ti la de tu hermano del año pasado, que te viene que ni pintá”. El agradable rito de plancharlas y de colgarlas de alguna puerta durante todo el Lunes Santo, no hacía más que impacientar las miradas de dos niños que no veían el momento de vestirlas.
Quizá sea uno de los recuerdos más gratos de mi niñez. Participaba en la Semana Santa, viéndola a través de los ojales de un antifaz, o mucho antes, con el escudo de mi Hermandad enganchado con tres imperdibles sobre el cartón del capirote. Regalando caramelos a otros niños que me hablaban con respeto cofrade. “Nazareno, dame un caramelo”. Mi canasto granate al brazo, mi varita en una mano, mis ojos en los de la Virgen de la Encarnación, y ¡vámonos! A proclamar a los cuatro vientos de la calle Oriente mi condición de cofrade y sevillano, a menos de un metro del suelo. Por eso nunca me cansaré de decir:
“Qué suerte tenerte cerca
En mi amanecer cofrade.
Y que tus manos cansadas
Me vistieran una tarde,
Para acompañar a un Cristo
En tus brazos por las calles.
Y al transcurrir de los años
Sigo teniendo en mi madre
La devoción de sus manos,
Cuando la veo plancharme
El costal de mis pecados,
Que ese día por la tarde
Mancharé bajo mi Cristo
Con gotas de amor y sangre.
Y se me enciende el cariño
De mi despertar cofrade,
Al recordar que de niño,
De la mano de mi padre,
Mi hermano y yo caminamos
Pasos de amor por las calles
Mientras la Semana Santa
Brotaba de nuestras carnes,
Y el martes Santo caía
Acompañando a la tarde.
Qué recuerdo más soñado,
Qué sevillano y cofrade,
Qué orgullo ser nazareno
De la mano de mi padre.
Yo sé que nunca podría
Agradecer lo bastante
Que tus manos me vistieran,
Y tus brazos me elevasen
Para contemplar el paso
De mi Cristo de la Sangre.
Qué suerte tenerte cerca
En mi amanecer cofrade,
Qué suerte ser nazareno
En los brazos de mi madre.”
AL AZAHAR
Fue en Sevilla, donde la luz y el color se detuvieron una mañana de primavera, para adornar con sus matices las sombras y tinieblas de una Ciudad mecida por las cálidas aguas del Guadalquivir.
Donde la gracia y la pena se fundieron en miles de sentimientos brotados de las manos expertas de artistas y poetas.
Donde los sonidos se estremecieron al cruzar sus calles, y se quedaron entre sus balcones para acunar a las estrellas que se asomaron admiradas ante tal despliegue de hermosura.
Y en Sevilla fue, donde un día de primavera, cuando apenas nadie reparaba en lo que estaba a punto de suceder, allá por San Pedro, de la rama tímida y grácil de un naranjo brotó una florecilla blanca que inundó las calles con su aroma.
Los árabes le pusieron por nombre Azahar, la flor blanca, y desde entonces nos regala cada primavera la agradecida visión de un bosque nevado de naranjos, y el exquisito aroma que nos habla de capirotes y cornetas...
“De bambalinas y sudarios,
De arte, de “madrugá”,
De saetas y rosarios,
De incienso, de guardabrisas,
De sandalias y de esparto.
Nos habla de penitentes,
De costaleros gitanos,
De capataces, saetas,
Trabajaderas y llantos.
Y nos habla de Cuaresma,
De interminables ensayos,
De pregones y carteles,
De Vía-Crucis por los barrios.
Y nos dice que está cerca
Ese Domingo de Ramos,
Que hasta parece que escucho
Las bambalinas de un palio
Jugando entre los varales
Por la calle San Fernando.
Y es que cada primavera
Esa flor nos dice tanto,
Que vuelve loca a Sevilla
Desde su humilde naranjo.”